martes, 13 de marzo de 2012

Ráfagas sin otro sentido – Héctor Ranea



El escritor pensó, aterrado, que cuando le cortaran una mano sería como si lo cegaran.

La pierna de un pirata fue encontrada en una peatonal de un puerto de zombies, comprando zapatos.

El viajero tomó sus recuerdos, armó una valija con sus pensamientos y se colgó del aire. Una tormenta lo salvó de ahogarse en llantos.

Bailaba un vals enfermo, tieso como una estatua. Su compañera era la muerte, que brillaba de alegría.

Terminaron de amarse simultáneamente, como habían empezado. Al derrumbarse todo dentro de sus ojos, encontraron la soledad de las almas sin sosiego.

Soledad de ojos mutilados, de pómulos hirvientes de lágrimas. Nada seca las lágrimas, nada, ni el Sol.

Caminaba por esa plaza donde habían compartido ese primer beso. Todo tan lejano ahora. ¿Eso era la soledad?

Regresaron sin proponérselo al mismo árbol, a la misma vereda sin luz. Pero uno de los dos no estaba.

En la ribera del recuerdo, un álamo susurrante, un pájaro encantado, un río alado, callarían para escuchar las palabras que al desamor lo declararon tan solemnemente.

Se puede meter en una jaula todas las velas, pero no su luz. Entendió el poeta.

En las personas que no se aman más perdura la alegría de haber amado.

Regreso en un sueño al lugar del primer beso. Ya no existe, pero sé que está ahí. Al despertar, consigo en mis labios tener la misma sensación de que ya no es mía.

La profundidad del mar no se compara con el amor que ha muerto. Por eso, el suicida cambió de idea y rumbeó adonde estaba su amada.

Repitió en forma obsesiva todo lo que había caminado con la persona amada para comprender por qué había dejado de amarla. Lo veían caminar al revés, por eso todos reían sin comprender.

En cada vuelta del camino creía ver su sonrisa dibujada por las sombras, hasta que al ver sus ojos se estrelló contra un recuerdo y recobró el sentido cuando volvió con ella.

En una partida de ajedrez, él movía las blancas, sus recuerdos dejaban quietas las sombras.

No hay nada de amor ya, dijeron en silencio y se alejaron. Sus sombras se tomaron de la mano y siempre andan juntas en los parques.

Cuando Abelardo prometió a Eloísa un poema, logró de ella un beso. Cuando calló, ella se entregó toda.

No hubo palabras, sólo un movimiento. Lo último que vio fueron brazos que se animaron a recibirla.

Llevo en mi piel tus recuerdos pegados con tus lágrimas.